El pasado domingo 13 de mayo hice
algo que creía que jamás haría: estar en una cola durante más de seis horas
para asistir a un concierto de música. Y todo fue por un mero accidente.
Bendito accidente. Tras muchos años de intento, mi buen amigo Pepe (el monstruo
de Cartagena) consiguió convencerme para que lo acompañara a un concierto de
Bruce Springsteen, el Boss. Nos acercamos al Estadio de la Cartuja de Sevilla
bastante temprano, a eso de las once y media de la mañana (el concierto era a
las 9 de la tarde) con la idea de dejarlo haciendo cola (es un fan
incondicional) mientras yo me proponía
darle un repaso al centro de Sevilla, con su correspondiente tapeo. Por
mero azar, llegamos segundos antes de que se cerrase un improvisado chiringuito
(una chica con una silla, una libreta y
un rotulador) donde estaban tomando el nombre y adjudicando un número, que te
escribían en la mano, para los primeros 850 asistentes al concierto, lo que
daba derecho a recibir una pulsera que te permitiría estar en primera línea, en
espacio reservado para los privilegiados fans más madrugadores. Me rubricaron
el 840. En medio de la confusión, pues nadie sabía exactamente explicar cuál
era el plan ni encontramos a nadie
identificado como parte de la organización del evento, alguien nos indicó que
antes de las tres se formaría una cola, en la que nos darían la deseada pulsera
identificativa, tras lo cual, quedábamos liberados hasta la hora del concierto,
con acceso exclusivo a los portantes de la pulserita. Con estas nos fuimos al
previsto callejeo sevillano, donde ya se dejaban notar los casi cuarenta
grados, batiendo récords para estas fechas. A las tres volvimos al recinto del
estadio. Nos metieron en una zona vallada donde, previsiblemente, nos darían la
pulserita de forma inmediata. El tiempo pasaba y el desconcierto y el calor
iban en aumento. Nos trataron como borregos metidos en la corraliza. Tras
varios intentos de contarnos, de hacer que nos sentáramos en un suelo ardiente,
de avanzar para luego retroceder, de pasar varios filtros que no servían para
nada, a las siete de la tarde se abrieron las puertas del estadio y nos
condujeron “a la tierra prometida”. A pie de un impresionante escenario, esperamos
otras dos horas, a ratos sentados en el suelo, en una curiosa mezcla de edades,
desde algún quinceañero hasta otros bien maduritos. El ambiente se fue
calentando y cuando comenzó el concierto… es difícil describir el torrente de
emociones que pude sentir. No soy un mitómano ni tengo ídolos lejanos (tengo varios entre los cercanos, anónimos para la mayoría pero que son los que
me guían). Pocas veces había notado la presencia de alguien con tanta energía,
tan fuerte en todos los sentidos. A
posteriori he leído que Bruce concibe sus conciertos como si fuese la última
vez. Esa fue mi sensación, la de una persona que quizás no vuelva a ver y nos
despidiésemos para siempre. La conexión fue total. A lo largo de tres horas de
máxima emoción, vi pasar mi vida por delante. Al tenerlo tan cerca, podía
sentir su energía, su mirada noble, su madurez, su entrega, su coherencia, su
equilibrio. Y sobre todo, su honestidad. De su último disco “Wrecking Ball”,
escuchad “Jack of all Trades”, por ejemplo. Ahora ya tengo un ídolo lejano.
